—Oye, mamá, ¿puedo comer otra dona? —preguntó el niño con entusiasmo.
—Ya te comiste dos. Si sigues comiendo dulces como ese, te enfermarás —respondió su madre. —Está bien, pero esta es realmente la última. —Te
lo prometí. Esta se ve extremadamente sabrosa —le aseguró.
—Esta es una dona muy especial. Ya lo verás —dijo ella con un guiño.

El muchacho tomó apresuradamente el pastel brillante del plato y lo mordió con ganas. Pero el bocado se sintió pesado en su estómago. Su percepción cambió: la luz se convirtió en oscuridad y la oscuridad abrió puertas. El muchacho comenzó a caer, cada vez más profundo en el abismo.

Finalmente, su descenso resultó en un aterrizaje suave, como si se hubiera dejado caer de panza sobre un malvavisco gigante. El suelo estaba resbaladizo y el aire tenía un olor penetrante y dulce. Una puerta se alzaba frente a él. A través del ojo de la cerradura, la luz del exterior proporcionó una orientación inicial.

—Qué extraño, eso parece un carnaval ahí fuera —murmuró.

Cuando finalmente abrió la puerta, sus ojos se abrieron de par en par, incrédulo. Los dulces se extendían hasta donde alcanzaba la vista: coloridos arroyos de miel y chocolate, montañas de caramelos y praderas de mazapán. Pequeñas hadas y coloridas criaturas míticas charlaban animadamente en un idioma extranjero. Un paraíso vibrante.

"Si esto es un sueño, es el mejor sueño que he tenido", pensó en voz alta.

Mareado por las deslumbrantes vistas y olores de este extraño mundo, el niño se sentó junto a un pequeño río lleno de miel. Observó los remolinos dorados que danzaban en el líquido.

De repente, se formó un pequeño tornado a partir de la serena corriente, que retorció y tejió el dulce líquido formando nudos y vetas. En un instante, surgió un extraño monstruo de miel que parecía decidido a capturar al desprevenido niño.

Instintivamente se alejó de la orilla del río y corrió tan rápido y tan lejos como sus piernas lo permitieron. ¡Bien hecho, muchacho! ¡Parecía que se había escapado de esa cosa!

Mientras recuperaba el aliento, arrancó un trozo de chocolate de una pared cercana. Cada bocado era una delicia. Pero, por desgracia, no era un chocolate cualquiera, sino uno que soportaba peso. La estructura empezó a desmoronarse, primero con suaves golpes, luego con trozos más grandes y amenazantes y, finalmente, con un estruendo agridulce e implacable. Nuestro pequeño héroe no pudo salir. Allí estaba, al borde del derrumbe, enterrado bajo una montaña de dulces, atrapado. "Muerte por caramelos", reflexionó. 

Justo cuando pensaba que todo había terminado, una mano se acercó y lo sacó de un tirón para ponerlo a salvo. Estaba a punto de expresar su gratitud cuando alzó la vista y vio un rostro monstruoso: una boca abierta llena de dientes afilados como navajas y recubiertos de azúcar, lista para morderle la cabeza.

¡Cortar!

La luz del sol se abrió paso y su cabeza todavía estaba allí mientras descansaba entre las sábanas.

"¡Qué viaje tan salvaje! No he comido un donut en 25 años. Y este Candyland... una locura. Era como si necesitaran un superhéroe", murmuró mientras se despertaba. ¡Y qué! Un sueño es solo un sueño. El deber lo llamaba. Debía levantarse y rastrear a unos cuantos osos... ¡por las barbas del mago, no se vencerán a sí mismos, y ciertamente no están hechos de goma de mascar de frutas!

Aún aturdido y visiblemente perturbado por las vívidas aventuras de esta pesadilla caleidoscópica, el formidable guerrero se preparó para la cacería del día. Se puso su armadura, revisó su arco, afiló su espada y cambió su habitual hidromiel matutino por un galón de agua. ¡Ese día no había miel!

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